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Laicidad. Una estrategia para la libertad.
Edicions Bellaterra (La biblioteca del ciudadano)
Barcelona, 1999

Javier Otaola

 

Reseña

"Religión Laica"

La democracia se ha legitimado entre nosotros por su propia virtud moral y su poder de convocatoria popular, proyectándose en este cambio de milenio como la mejor razón de la modernidad cara al futuro. Se trata en todo caso de la democracia formal, la cual basa su estatuto en formas y formalidades abiertas y generales, por cuanto abstraen de puntos de vista particulares o partidistas, aunque dotándolos de libertad de expresión y movimiento. La democracia formal se rige, como señaló J. Rawls, por una justicia equitativa con todos en general pero con nadie en especial. Esta democracia formal parece la secularización de la divinidad definida por el renacentista Nicolás de Cusa como coimplicación de todo pero de nada en su particularidad.

La democracia formal moderna evidencia efectivamente un proceso de secularización de la religión cristiana típicamente euroamericana. Por una parte, recupera el logos griego como razón pública de la ciudadanía; por otra parte, concibe este logos-razón helénico encarnado (pos)cristianamente en el pueblo soberano. La democracia reaparece entonces como el logos-razón encarnado o humanizado en la ciudadanía laica. Por eso en su simpático libro Laicidad, Javier Otaola intenta mostrar que el formalismo jurídico de la democracia se basa en la laicidad como marco jurídico regulativo de lo político. Laicidad no significa aquí laicismo militante, sino el ámbito de razonabilidad práctica o civilidad que posibilita el encuentro público de todos y, por lo tanto, el espacio en blanco o mínimo común denominador de humanidad compartida.

Resulta curioso al respecto cómo se figura Máximo, en la portada del interesante libro concitado, la laicidad en cuestión: como una pancarta en blanco sostenida por los ciudadanos bajo la figura evanescente de un triángulo que lo mismo puede significar un velero zigzageante como el ojo tatuado de Dios. En todo caso la civilidad comparece en blanco democrático a modo de pancarta vacía en la que nada hay (pre)escrito. Y bien, aquí reaparece la formalidad de la democracia liberal, la cual se basa en el principio de la justicia en libertad, consignificada por el vacío espacio en blanco que no dice nada.

Ahora bien esta nada de contenido que portan los ciudadanos podría obtener cierto carácter nihilista, ya que no explicita el valor de la democracia, la cual debe incluir un sentido de complicidad. Democracia es coimplicar la realidad, lo que significa hacerse cargo y carga de personas y cosas respectivamente. Pero entonces la democracia formal coimplica una democracia material, cuyo fundamento es la coparticipación o compartición de la vida en común. Yo añadiría que esta coparticipación de la vida se realiza humanamente en el horizonte de una muerte común a todos, siendo nuestra mortalidad la que podría señalarse por el vacío o blanco radical - la tierra horadada - que nos iguala finalmente a todos. La muerte es a la vez lo más individual y lo más común, siendo el símbolo máximo de nuestra humana precariedad existencial. Tomar conciencia profunda del horizonte humano de la muerte propia y ajena sería el mejor medio de compasión universal que pudiera evitar nuestro mutuo enfrentamiento mortífero.

Pero entonces la laicidad formal se convierte en religión informal, laica o secular, por cuanto en la pancarta vacía de Máximo se inscribe ahora la virtud de la complicidad. Pues no hay obligación sin cierta ligación y, en consecuencia, no hay ética sin alguna religación: y, por tanto, tampoco puede haber auténtica democracia formal sin democracia material. Mientras que la demoracia formal se basa en el consenso verticial de arriba abajo, la democracia material se basa en el consentimiento horizontal de abajo arriba: el punto de encuentro entre ambas demorcracias que son una está en el parlamento como apalabramento (y no como mero palabramento). La democracia es la religión laica de la palabra implicada políticamente: la religión civil de la modernidad.

 

Andrés Ortiz-Osés


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